Una vez conocí a un calvinista e hice amistad con él. Era un chino que vivía en un país asiático distinto del suyo. Lo conocí por razones profesionales, ya que la entidad para la que él trabajaba era uno de los principales clientes de mi empresa. Iba a menudo a verle. Solíamos tener una reunión de una o dos horas y luego nos íbamos a comer.

Disfrutaba las reuniones con mi cliente chino como con pocos. Y las comidas más, porque como digo tenía un enorme sentido del humor. Y era un tío listísimo.
Con el tiempo y por aquello de que el roce hace el cariño, las conversaciones en las comidas fueron derivando hacia temas más personales. En una ocasión me contó que se había sentido atraído por el cristianismo. Y como era una persona concienzuda se había dedicado a estudiar en detalle las diferentes ramas. Al final de la detallada investigación llegó a la conclusión de que lo suyo era el calvinismo. Y se hizo calvinista. La razón era bien sencilla: él pensaba que la única rama del cristianismo que daba su justa importancia al trabajo y la virtud de la laboriosidad era el calvinismo. Que los católicos éramos demasiado pachorras. Y me sacaba siempre el ejemplo de Filipinas, el único país católico de Asia y, según él, uno de los más atrasados.
Claro, la oportunidad que la Providencia ponía delante de mis narices de convertir a un chino que además había pasado por manos protestantes, me agitó considerablemente (o dicho en castellano: me puso más cachondo que un mandril). San Francisco Javier es santo de especial devoción en mi familia y lo sabemos todo de él y un poco más, que mi padre se ha encargado de eso. Lógicamente se me vino a la cabeza como un rayo. Ahí que me veía yo terminando la obra inacabada del más grande misionero de todos los tiempos.
Le saqué todo lo que sabía (que tampoco era mucho, no nos engañemos) sobre la importancia que el catolicismo asignaba al trabajo y la laboriosidad. Hombre, habiéndome criado donde y como me he criado y siendo mi referencia de catolicismo la que fue y sigue siendo, alguna cosa interesante si que le puede decir.
El caso es que con el tiempo he venido a pensar que me equivoqué miserablemente. Ignoro si el sujeto en cuestión acabó renunciando al protestantismo y cruzó el Tiber, porque perdí el contacto con él después que la vida nos llevara por diferentes caminos. Pero, como digo, creo que la cagué. Lo cual es irrelevante frente al poder de la Gracia, pero yo la cagué.
Y digo eso porque el ángulo era equivocado. Al calvinista en realidad no le interesa el trabajo y laboriosidad, sino la prosperidad y riqueza que vienen tras ellas (no siempre) como signo de especial predilección divina. Y claro, el católico medio suele tener presente aquel pasaje del camello y la aguja (Mt. 19:24) y por tanto muestra un saludable escepticismo hacia el enriquecimiento fruto de la laboriosidad. No parece por dicho pasaje que el rico sea un elegido de Dios, sino más bien al contrario.
Sospecho además que no pocos de nosotros leemos esa otra narración del joven rico (Mt. 19:16) y calculadores como somos nos preguntamos si realmente merece la pena dejarse los cuernos acumulando riquezas para que luego venga el Buen Dios a sugerirnos que la cedamos con una amplia sonrisa en la cara a toda esa panda de vagos y chupasangres que no han dado un palo al agua en su vida.
Es verdad que el protestantismo en general y el calvinismo en particular han hecho encaje de bolillos con esos dos pasajes, que no pueden ser más claros. Pero no me cabe duda que aquella no era la manera de aproximar la cuestión. Posiblemente hubiera sido mejor explicar que para el católico lo de trabajar está muy bien y Dios lo manda, pero que hacer de la prosperidad material (y en esto no solo incluyo la panoja, sino el prestigio y el poder que se pueden derivar de ella) centro de la vida cristiana no parece una receta segura para la salvación.