Hace no mucho tiempo, un lector de esta bitácora, a quien mucho admiro y más quiero por ser familiar cercano, me dijo en el curso de una conversación:
- La cosa es, que a ti lo que verdaderamente te gusta y te atrae son los perdedores.
No me había dado mucha cuenta hasta entonces, pero este lector me hizo entender que esa era la realidad de las cosas: me atraen las causas perdidas de cualquier forma y estilo. Me gustan los perdedores.
Siempre he pensado que el Cristianismo mismo es una causa perdida....de aquella manera. Al fin y al cabo, nuestro Fundador terminó sus días solo, abandonado de todos y de la manera más infame que en su tiempo podía acabar uno. Además nos advirtió que no seríamos sus seguidores más que Él. No se si esto quedó claro.
Y luego uno puede leer
Lc 18,8 y ponerse a pensar.
O lo que Benedicto XVI dijo sobre el futuro de la Iglesia en el "Informe sobre la Fe".
En fin, en las semanas siguientes reflexioné sobre lo que me dijo aquella persona. Y llegué a ciertas conclusiones.
Lo bueno de las causas perdidas es que, por perdidas, no tienen la oportunidad de desvirtuarse o de convertirse en cosa distinta de la que eran.
Lo malo de las personas, causas u organizaciones "ganadoras" (de todo tipo) es que, una vez conseguido el triunfo (que se suele medir por número de seguidores) la cosa se desvirtúa. Se deja de poner toda fuerza y empeño en lo que era su misión primigenia y solo se incide en mantener la ventajosa posición obtenida. Para esto es, lógicamente, necesario convertirse en organización de masas rebajando exigencias y plegándose a la volubilidad de la plebe.
En el mejor de los casos (o en sus primeros estadios) se utiliza la posición para beneficiar a los seguidores. En el peor de los casos (o en sus estadios de maduración) son los componedores, los que aprovechan el sacrificio y lucha de los de la primera hora, para hacerse su hueco y disfrutar en exclusiva de prebendas y sinecuras. Hasta que la cosa no da más de si y se viene abajo. Los componedores, las gentes de éxito, van a la siguiente ubre desplazando a los luchadores de primera hora una vez más.
Y así avanza el mundo. Protegemos el idolillo del éxito con usura, no vaya a ser que se nos pierda, nos lo quiten o se rompa. Como si el idolillo fuera el fin último. Cuando el fin último es...o...era otro, creo.
Y Santo Tomás Moro nos interpela, con su cabeza como badajo de la campana de nuestra conciencia.
¿He dicho que me atraen los perdedores?. No, rectifico: Yo estoy con los luchadores, rara vez con los ganadores.
Claro que, con el tiempo uno se cansa y se quema de las causas perdidas. Esa es la realidad. Pero el caballo ganador tampoco acaba de atraer. De modo que termina uno dejándose mecer en una especie de inconsecuencia vital.
Y sobre la inconsecuencia vital no hay mucho que escribir.
Y en eso estamos.
Y aquí seguimos: down, but not out.
Mi canción favorita sigue siendo
The Boxer (en esta versión donde Garfunkel la caga).